miércoles, 15 de diciembre de 2010

La verdad se mueve de Javier Adúriz.



A los 14, 15 conocí a Isidro. No fuimos amigos en sentido estricto, pero teníamos una relación cordial y hasta por momentos íntima. Isidro era unos años menor; dos, tres años. Y en esa época esa diferencia era algo infranqueable. De todos modos, eso no tiene importancia respecto de lo que quiero decir. Porque lo que quiero contar es otra cosa. Un día un amigo en común me dijo: el padre de Isidro es poeta. Y cuando dijo poeta los dos entendimos a qué se refería. Para nosotros decir poeta era como decir chaman o mago: ser el portador de un saber esotérico que es recibido por obra y gracia de la casualidad. Poeta se nace no se hace, pensábamos. Poetas eran Baudelaire, Rimbaud, no sé: escritores lejanos, geniales, hombres a los que un misterioso destino había tocado de un modo fortuito y por el que tenían la desgracia de cargar con ese peso, como si el destino de poeta fuera más una responsabilidad que una bendición. Al padre de Isidro, en esa época, me lo crucé dos o tres veces. Siempre en actos públicos: alguna ceremonia religiosa, un acto escolar, cosas por el estilo. Y siempre mantuve una distancia prudencial. Había algo de respeto, por supuesto. Pero también, miedo. O eso que antecede al respeto: una mezcla entre pavor y deseo. Todavía recuerdo la imagen del padre de Isidro. Era un tipo como cualquiera aunque no era un tipo como cualquiera. Se lo veía distante con las cosas, como si estuviera todo el tiempo pensando en su poesía y como si su poesía fuera una gema dura, delicada, voraz. La vida me alejó de Isidro. Y no supe más nada ni de Isidro, ni del padre de Isidro. Pasó el tiempo. Un día, en una publicación de poesía, leí un artículo del padre de Isidro. Poco después leí otro en la misma publicación. Y en un periódico, un reportaje. Los artículos y el reportaje me llevaron a uno de sus libros: Canción del Samurai. Después de leerlo de un tirón, me sentí descolocado: no entendí mucho de qué iba y sobre todo, había un uso de la poesía – y de las formas de la poesía - que me resultaba incómodo, en fin: ese libro no tenía nada que ver con lo que para mí hasta ese momento, era la poesía. De cualquier modo, un soneto me llamó la atención. “El atómico” declara su deseo, era su titulo. Ahí, con un tono irónico y por eso mismo esquivo, enumeraba las razones de un testamento. En dos versos, el padre de Isidro, nombraba a Isidro; decía: Para Isidro, el overol de loneta reforzada / amén de la flexible bigotera del abuelo. No sé bien cómo ni por qué pero conseguí el mail del padre de Isidro. Le conté quién era yo, y le dije que ahora quería ser escritor. Me respondió enseguida. Me dio su teléfono y me dijo que prefería hablar. Lo llamé. Su voz sonaba grave y algo de la distancia que había percibido cuando era chico, ahora, se hacía patente: habló de la escritura, de lo que para él era la escritura. Dijo que escribir era como ir de visita al infierno de uno mismo, a ese lugar oscuro donde no se sabe bien qué hay o lo que hay no es lo que se espera de uno. Su teoría me sonó sofisticada y por momentos tuve la impresión de que no me estaba hablando a mí. Sobre el final de la charla, me dijo que no tenía problema en leer mis escritos y comentarlos. Le mané por mail una serie de párrafos que pretendían ser poéticos y que en rigor, imitaban el estilo intempestivo de Nietzsche. Al rato, me respondió con un comentario detallado en el que diseccionaba mi escritura con la precisión y la impiedad de un cirujano. De todos modos, me agradecía la confianza. Dos, tres años después, le mandé un poema que había publicado de manera artesanal. Me respondió nuevamente. Y esta vez me dijo que ese texto era, en su simpleza, más genuino que el anterior. Pasaron tres años. Leí un reportaje en otra publicación de poesía. El tipo que le hacía la entrevista lo ponía contra las cuerdas: lo obligaba a contar las circunstancias en las que se habían concebido cada uno de sus publicaciones. El padre de Isidro respondía con sinceridad. En un momento nombraron el título de un libro, Égloga brusca. No recuerdo qué fue lo que decían al respecto, pero ese título me intrigó. Lo busqué; estaba agotado. Poco después, de casualidad, saliendo de mi departamento, veo al padre de Isidro. Iba caminando ligero, casi corriendo, con unas carpetas bajo el brazo. Reaccioné de inmediato: lo alcancé, y me presenté. Hablamos. Le dije que quería leer Égloga brusca, pero que estaba agotado. Me dijo que no había problema, que pasara por su casa que me daba una copia. Fui a la casa. Me dio el libro que buscaba, y dos más: Esto es así, y La verdad se mueve. Pero antes de hablar sobre este ultimo libro, quisiera contar qué fue lo que pasó en esa charla. Estuvimos poco más de tres horas hablando. Me contó su vida, prácticamente. Contó cómo hizo para editar revistas literarias. Y de cómo se divirtió haciéndolo. Habló de lo efímero que resulta la vida social de la literatura. Pero que es algo necesario. Dijo, también, que él se consideraba un inepto para esas cosas. Nombró otros poetas a los que admiraba, pero de los que decía eran maestros del simulacro. Esos tipos llaman a uno, a otro, a este, a aquel, contó, y dicen esto y aquello, y les importa un carajo lo que dicen, porque lo dicen porque saben que con eso están en boca de todos. Nos reímos. Después agregó: hacen bien. Esa tarde supe que Javier, el padre de Isidro, era un poeta. Y entendí, además, que ser poeta no tiene nada que ver con la solemnidad ni con la impostura. Esa tarde habló como si las palabras no fueran tramposas, como si lo que tenía para decir no fuera más que lo que decía, así, sin vueltas. Esa clarividencia, esa fe, esa utopía, de pronto, lo convirtieron en un demiurgo porteño: lo vi chiquito, con un cigarrillo en la boca, sonriendo, casi jugando con el lenguaje y con las cosas del mundo, flotaba, esa tarde, Javier, el padre de Isidro, flotaba. Sentí que su grandeza estaba ahí, justamente: estirar su mano, dejarme entrar en su vida, mostrarme sus cuitas, y hacerlo sin vuelta, como si no existieran las dobles o triples lecturas. Me fui con sus libros en la mano. No leí Égloga brusca, leí, en cambio, La verdad se mueve. Y de eso quiero hablar ahora. Es un libro no muy diferente de Canción del Samurai. Y a partir de esa semejanza quisiera hacer el comentario que sigue: Javier Adúriz, el padre de Isidro, es un poeta que vive aguijoneado por dos flancos que, en algún sentido, son opuestos: una fe en la forma poética tradicional y un impulso arrebatado por el habla coloquial, callejera. Esa tensión se deja leer en los dos libros, esta es la semejanza. Pero hay una diferencia. En Canción del Samurai, parece una búsqueda experimental y por momento, deja sus artefactos al aire. En La verdad se mueve, en cambio, esa misma tensión se transforma, sin más, en un modo singular de entender el mundo. Me detengo en un solo ejemplo. El libro empieza con un poema formado por tres cuartetas; se llama, ¿Oís el río? El tono se mueve entre la ironía y la admonición. Hay un personaje, Okusai. Y a ese personaje se le hacen una serie de objeciones. De todos modos, el acierto del poema se juega en esa tensión que hay entre una forma rigurosa (las tres cuartetas) y un tono coloquial que nunca se deja identificar del todo con lo estrictamente coloquial. A continuación transcribo la última estrofa: ¿Oís, Okusai? ¿Ves? No necesito / que me pongas esa cara de tintorero / feliz. Dejate ir nomás, un poco. / ¿O vinimos nada más que para esto? En fin: entre el padre de Isidro – ese tipo lejano, un poco borroso, y siempre aparentemente preocupado – y el poeta Javier Adúriz – un hombre risueño, dispuesto a no perderse nada – puedo percibir la tensión de la que hablé hace un rato, esa: la forma, una seguridad que parece servirnos como un parapeto contra locura del sinsentido, y la movilidad del habla cotidiana, una maza amorfa de sonidos que se nos escapan de entre los dedos.

jueves, 18 de noviembre de 2010

Teoría de la vanguardia, de Peter Burger.



Hace un tiempo atrás tuve un primer contacto sistemático con la teoría literaria. Antes me habían interesado algunos textos de teoría literaria pero siempre ese interés era un interés subalterno, es decir: leía teoría literaria porque necesitaba aprender algún concepto que me sirviera para otra cosa. Por ejemplo: a los veinte años leí la famosa compilación de los formalistas rusos de Todorov. Pero lo hice porque quería enterarme algo de los antecedentes del estructuralismo francés. Retomo, entonces: hace un tiempo atrás tuve un primer contacto sistemático con la teoría literaria. Cursé la materia Teoría y Análisis literario en la facultad de filosofía y letras de una prestigiosa universidad de Buenos Aires. De esa experiencia me quedaron muchas cosas importantes, pero hoy quisiera referirme a una. En el programa de la materia, en la bibliografía general – ese apartado, siempre apretado y extenso que parece más una guía telefónica que un compilado de libros para leer – me topé con el título de un libro que despertó una curiosidad brusca y algo injustificada: Teoría de la vanguardia de Peter Burger. Digo injustificada, porque, precisamente, nunca sentí especial preocupación por las experiencias vanguardistas. O en todo caso siempre tuve la sospecha – también injustificada y también brusca – de que en definitiva las vanguardias se trataba de un grupo de muchachotes con ganas de hacer un poco de alboroto. En cualquier caso, cuando leí ese título sentí de un modo absurdo y vago, que ese libro había sido escrito para mí. Y en consecuencia, me puse a buscarlo con cierta insistencia. Era el tiempo inmediatamente posterior a la devaluación, ese tiempo en el que los argentinos nos dimos cuenta de golpe que muchos de los espejitos de colores que comprábamos no solo no estaban al alcance de nuestra billetera, sino que además, no estaban al alcance de nadie. Es decir: fui a las librerías de rigor. Y en todas, recibí una respuesta más o menos parecida: está agotado, te lo puedo traer de España. Lo cual significaba un precio casi absurdo para un libro. Intenté en algunas bibliotecas. Hasta que me resigné a creer que nunca iba a leerlo. Y la resignación – el darme cuenta que ese objeto que tanto deseaba era una quimera - dio lugar a otro mecanismo: empecé a imaginarme cómo sería ese libro. Fue entonces que comencé a concebir imágenes precisas. Pensé que se trataría de un libro de historia. Y como el apellido del autor sonaba alemán, supuse que esa rigurosidad que tendemos a suponer connatural a esa cultura, estaría al servicio de un trabajo exhaustivo en el que se haría una crónica detallada de cada uno de los movimientos de vanguardia. Esta idea me llevó a otra: sería un libro extenso, de hasta casi mil páginas. No sé por qué pero creí entender que este autor no sentiría mucha simpatía por los movimientos de vanguardia. Y que este malestar daría al libro un sabor agridulce y por eso mismo, interesante: de pronto un tipo dedica toda su energía académica a investigar un fenómeno del que se siente atraído, pero del que, al mismo tiempo, siente una antipatía ontológica, incomprensible, en fin: una antipatía que le permitiría penetrar en el fenómeno de un modo más agudo y certero que si lo hiciera con simpatía. Se sabe: el odio es un buen consejero a la hora del análisis. Pensé que sería un libro con imágenes, con muchas imágenes. Es más: creí verlo como uno de esos libros de pintura o fotografía que nunca compro, libros de encuadernación elegante y tapas duras. Quiero decir, en mi cabeza ese libro terminó siendo un poco más que un objeto deseado: era un objeto con existencia propia, algo que vivía por si mismo y hasta imponía sus reglas, como si en algún lugar de mi imaginación existiese un país virtual al que yo visitara buscando lo que solemos buscar cuando visitamos países reales. Hace unas semanas atrás entré en una librería. Y lo encontré. De golpe, estaba ahí, al alcance de mi mano. Lo agarré; lo compré. Después me fui a un bar a leerlo. La decepción dio lugar a otro sentimiento: sorpresa. El libro no era lo que yo esperaba. Tampoco era mejor o peor de lo que había imaginado. En fin: el libro es otra cosa. Y cuando digo otra cosa, lo digo en el mismo sentido que lo decimos para referirnos al sentimiento que tenemos cuando la nursery no entrega por primera vez a nuestros hijos: no tenemos palabras, no las hay, no porque no existan, sino porque todas las que pacientemente imaginamos, esas, esas palabras que fueron habitando nuestra cabeza, todas juntas, caen despedazadas contra el piso, en fin: lo que tenemos en nuestros brazos, eso, esa pequeña porción de vida, es algo contundente, único. Ojo, no estoy exagerando. Leí ese libro de un tirón, al modo en el que leo una novelita de ciencia ficción o de fantasía, con la misma ingenuidad y con el mismo placer culposo. Es un libro de teoría, lo sé. Y como todo libro de teoría, puede ser rebatido punto por punto, es más: podría escribir ese otro libro de teoría que se dedicara a rebatir punto por punto las premisas de este. No nos engañemos: toda teoría no es más que un silogismo en el que su eficacia se juega más en el modo en el que sabe esconder con elegancia sus defectos que en las certezas que tenga para decir. O para no exagerar la nota: son pocas las teorías humanas que puedan eludir esta sentencia que acabo de escribir y seguir guardando en sus puños alguna migaja de verdad, o alguna premisa que su solo formulación nos haga erizar la piel. Es que este libro es un libro de teoría donde por momentos se llega a una intensidad sensual y esotérica, algo que por definición no parece tener nada que ver con ningún tipo de razonamiento o encadenamiento lógico, no, más bien se trata de ese tímido destello que a veces, solo algunas veces, alcanza la poesía.

martes, 2 de noviembre de 2010

El último caso de Rodolfo Walsh de Elsa Drucaroff.


Quiero hablar de la relación entre mi madre y la estética antigua. Mi madre es una especie en extinción: un tipo de lector medio, culto, capaz de una sensibilidad sofisticada, con la información suficiente como para captar algunos guiños, pero con la “inocencia” – está bien: el entrecomillado es el reconocimiento de lo absurdo que resulta este adjetivo aplicado al concepto de lectura- decía, entonces: pero con la inocencia necesaria como para dejarse llevar por el texto sin más pretensiones que el deleite. Conjeturo que ya no quedan lectores así. Tengo la impresión de que hoy la cosa se encuentra libanizada: el lector ultra paranoico que sufre los preceptos de alguna capilla y que busca desesperado, eso: una mínima partícula de materia lingüística que le permita identificar su propio grupo, como si el goce de la literatura fuera más una terapia de autoayuda que una experiencia vital. En fin, digo: ¿por qué una novela con una trama perfectamente construida sería reaccionaria?, otra cosa: ¿por qué el antiguo precepto de la identificación con el personaje implicaría una concesión?, otra más: ¿por qué la preocupación de un escritor por el verosímil de la historia que está contando sería una pérdida de tiempo? Me explico: hace una semana leí de un tirón y sin respirar la nueva novela de Drucaroff. En total, fueron dos noches. Y la pasé tan bien que de inmediato se la di a mi madre. Mi madre la leyó con el mismo goce vertiginoso: al día siguiente me dijo que se había obligado a cerrar el libro para irse a dormir; ya era tarde. Un día después, la terminó. De inmediato, me hice la siguiente pregunta: ¿cómo lo hizo Drucaroff? Desentrañar el misterio de este prodigio es la razón íntima de las líneas que siguen.
Drucaroff parte de una anécdota jugosa pero arriesgada: la investigación de la muerte de la hija de Rodolfo Walsh hecha por el propio Rodolfo Walsh durante los últimos años de su vida, un poco antes de que lo asesinen. El riesgo desde el punto de vista narrativo parece, sobre todo, temático: de qué modo un escritor puede meterse con personajes y situaciones tan cargados de significación y no morir en el intento; en fin: hacer hablar a un héroe en las coordenadas de la novela moderna parece un plan suicida y hasta injustificado. Ahí, entonces, volvemos a la estética antigua y su definición de la epopeya: una historia que se haga cargo de narrar las peripecias de un héroe. No importa tanto el formato: puede que sea en verso o una narración convencional, lo que si importa en todo caso, es saber que el héroe épico está ahí para que lo admiremos o para percibir la distancia moral que hay entre ellos y nosotros. Este mismo esquema- que además supone una serie de principios ideológicos -, se lo puede encontrar en el modelo narrativo hoolywodense; en fin: cualquier imperio necesita una narración épica que lo justifique, o una mitología propia que pueda brindar imágenes desde donde componer una cierta forma de ver el mundo. Esto ya lo sabemos todos. Por esto mismo, Drucaroff se metió con un tema que puede terminar por knockout con el talento de cualquier escritor: querer escribir una historia que contradiga punto por punto la épica establecida. Esta jugada es mala porque oponerse es afirmar: escribir una contraépica es escribir una épica a la segunda potencia. Con el agravante de que el subrayado convierte la historia en una parodia involuntaria. Drucaroff asumió este riesgo. Creo que para no tentarse con alguno de los derrapes posibles que enumeré arriba, sus elecciones estéticas se plasmaron sobre todo, en el plano formal. Y fueron tres, principalmente: un estilo lacónico, urgente, en la escritura; la fragmentación obsesiva de la trama; la utilización lúcida del thriller como forma narrativa. El laconismo le permitió mantener un temple frío, medido y de este modo, mostrar a sus personajes desprovistos del pesado lastre de significación que tienen en si mismos, dicho de otro modo: uno lee la novela y medio que se olvida que el personaje principal es uno de los intelectuales más venerados de nuestra cultura, uno lee la novela y ve a u tipo inteligente atravesado por un dolor doble: haber perdido a su hija y haber perdido la fe en un proyecto político que él mismo intuye absurdo y por eso mismo, asesino. La fragmentación de la trama muestra un aceitado dominio de la máquina narrativa al servicio ideológico de descomponer cualquier relato que se presuma definitivo. Por último, la utilización del thriller como forma, le dió la posibilidad de acercar a la sensibilidad del lector una historia que el mismo lector juzgó de antemano; en fin: un poco lo que le pasó a mi madre: se sintió tan comprometida emocionalmente con las circunstancias de la historia que olvidó casi todo lo que piensa acerca de los Montoneros, de la lucha armada y de la represión.

viernes, 29 de octubre de 2010

Un canto desafinado y ridiculo



· Un tipo desnudo y con el cuerpo cortado, podría pararse en la puerta de la catedral, a la hora en que termina la misa, y pegar un grito. Vomitar. Eructar. Y hasta mear y cagar en la vereda. Este tipo podría hacerlo delante del sacerdote que estaría de pie saludando a los fieles Y delante de una veintena de católicos que, asombrados, no lograrían entender de qué va la cosa. Este mismo tipo, ahora frente el palacio de justicia, justo unos minutos antes de que ingresen los miembros del máximo tribunal, todavía desnudo, podría mostrarles el sexo mientras vocifera una serie de consignas anarquistas. Los jueces, mientras tanto, impertérritos, no lograrían saber qué tipo de sentimientos deberían sentir ante semejante espectáculo. Y aún así, este mismo tipo, ahora un poco cansado de que sus gestos no tengan la respuesta que espera, podría ir hasta la puerta de un cuartel y todavía desnudo, cantar una versión obscena del himno nacional. Este tipo podría hacer todo esto y mucho más: insultar a una monja, limpiarse el culo con la bandera papal, reírse de la hipocresía de los políticos, no sé, este tipo podría hacer todo eso y hacerlo convencido de que lo que hace es un modo radical de cambiar el sistema. Pero este tipo nunca se daría cuenta de su propia ceguera: se sentiría un héroe desangelado cuando en rigor no sería más que un canto desafinado y ridículo en el banquete de los pordioseros.

miércoles, 27 de octubre de 2010

Los días de la sombra de Liliana Bodoc.


Existe una idea cientificista de la literatura. Y conjeturo que el origen de esta idea surge de la experiencia de las vanguardias estéticas. De hecho, la palabra vanguardia sugiere la existencia de al menos dos grupos: los de adelante y los de atrás (con una clara predilección por los de adelante, por supuesto). Hace poco alguien juzgó que las novelas de Vargas Llosa atrasan por lo menos un siglo. Y daba un argumento que suena verosímil; decía: la novela decimonónica, el naturalismo, Balzac y Faulkner se propusieron el mismo horizonte poético que el peruano. Y entre este y los otros parece existir la sensación de estafa que produce cualquier déja vu, en fin: ¿para qué intentar lo que ya hicieron otros? Los más consecuentes con este modo de pensar la literatura, creen que hoy por hoy escribir no es más que un ejercicio lujoso solo para los entendidos de turno: aquellos que pueden reírse del chiste de no tomarse nada en serio, ni siquiera el hecho mismo de escribir. Esta posición no es más que una forma elaborada y vergonzante de conservadurismo. Por suerte siguen apareciendo escritores, simples escritores, comprometidos hasta la medula con su propia y singular manera de entender la literatura, que es una manera de entender la vida. Liliana Bodoc y su trilogía La saga de los confines es un caso de estos. Bodoc escribió una historia en un género literario menor que se llama fantasía heroica. El nombre se inventó a principio del siglo pasado en el medio anglosajón, y quería encuadrar una serie de libros fantásticos que intentaban mezclar dos tradiciones contrapuestas: las peripecias del relato épico (una historia siempre distante, en la que sus personajes son más arquetipos de ideas morales que personajes en sentido propio) y el conflicto humano de la novela moderna (ahora los personajes son hombres y mujeres pedestres, al alcance de la mirada de cualquiera). Ojo, habría que hacer una aclaración: la novela moderna es un derivado de la épica. Cuando digo “tradiciones contrapuestas”, entonces, pienso sobre todo en el lector: el lector de los relatos épicos es un lector fascinado por la integridad de sus héroes, mientras que el lector de la novela moderna es un lector identificado con el conflicto de sus personajes. Volvamos a la fantasía heroica, entonces. Desde sus inicios fue un género popular. Y su popularidad lo convirtió en un fenómeno esquivo a las consideraciones teóricas. A diferencia de otros géneros populares (el policial, por ejemplo) la fantasía heroica nunca logró credencial de prestigio. Y en rigor, a mi modo de ver, esta “desconsideración” de los críticos no me parece injusta. Es un género popular, sin pretensiones y que tampoco es un producto genuino de su época. En consecuencia: ¿por qué la crítica académica debería interesarse por un género periférico? En este punto, vuelvo al principio: Liliana Bodoc escribió una trilogía, La saga de los confines, esto ya lo dije. Lo que no dije es que al menos el segundo libro, es decir: Los días de la sombra, es la ejecución casi perfecta de una obra maestra menor. Y calificar de menor a una obra maestra, además de un oxímoron, es una provocación. Me explico: Bodoc ubica la trama en otro mundo, Las tierras fértiles. Es un mundo agrario, parecido al mundo precolombino. En este mundo hay magos y hechiceros, pero su poder se manifiesta de manera discreta y ambigua. Hay dos o tres pueblos diferentes que de pronto se unifican contra la llegada de un invasor, Misáianes, el hijo de la muerte. Este es el esquema narrativo del que parte Bodoc. Pero su maestría no está en este esquema, que es bastante esquemático, por cierto. Bodoc conoce a los maestros del género y no solo les rinde homenaje, sino que hasta se atreve a corregirlos. De Tolkien aprendió la que tal vez sea la principal lección del género: un mundo imaginario tiene consistencia para el lector, si tiene coherencia lingüística. Bodoc echó mano a la mitología de los pueblos precolombinos y todos los nombres de los personajes están escritos en lenguas que ignoramos pero que percibimos verdaderas: Kuy-Kuyen, Wilkilén, Shampalwe, Kush, Hoh-Quiú, Nanahuatli y otros. Esta coherencia lingüística no es un dato menor. Porque percibimos que esos nombres tienen una raíz común creemos que tienen vida. Después viene la historia. Bodoc, para eso, sigue a la escritora norteamericana Ursula K. Le Guin. Los personajes femeninos son determinantes y consiguen una ternura de la que resulta difícil no sentirse conmovido. Además, hay una clara intención de evocar la complejidad de un mundo que no es más que el mundo humano. Por otro lado, está la escritura. Es una escritura concisa pero de rara belleza. Es una escritura que imita el estilo de cualquier épica, pero con el ojo puesto en el interior de sus personajes, ahí donde una historia se hace carne para el lector moderno. Entonces vuelvo al planteo del principio: Bodoc escribió una obra hecha con delicadeza y convicción poética. Una obra en la que resulta difícil no creer en cada una de sus palabras. Tal vez porque lo que define la verdad o falsedad de una propuesta estética no tenga nada que ver con la adhesión a uno u otro grupo literario (eso sirve más para la historia de la literatura que para la literatura), por el contrario: la verdad o falsedad de un escritor se juega en la fidelidad que un escritor tenga con su propio modo de sentir ese misterio que es el lenguaje.

viernes, 15 de octubre de 2010


Ahora Julián está sentado sobre una banqueta de lona cruda, con la espalda contra la pared, un cigarrillo apagado en la mano, sin saber si quiere fumarlo, sin encenderlo, siquiera, tratando de seguir las palabras que salen de la boca de la mujer que tiene enfrente. La mujer habla. Habla y mueve el cuerpo de una forma que a Julián – que está vestido, todavía, con el uniforme del colegio, con el ridículo uniforme del colegio – decía, entonces: la mujer mueve el cuerpo de una forma que a Julián le resulta, al mismo tiempo, monstruoso y divino. De modo que las palabras de la mujer, para Julián, se transforman en un murmullo repetitivo, sin contenido, algo completamente efímero, como si fuera la aburrida música de una sala de espera. Es que para Julián, con sus diecisiete años recién cumplidos, tener una mujer como la que tiene sentada enfrente es un acontecimiento de una magnitud tal que lo deja sin aliento. O no, justamente al revés: esa mujer, las piernas largas y enfundadas en medias negras de nylon de esa mujer provoca un maremoto sin rumbo en la entrepierna de Julián. Tal vez por eso Julián no escucha, no puede escuchar ni las palabras de la mujer, ni la música que suena a todo lo que da. La mujer habla. Este tipo, dice y señala hacia el parlante que está a su derecha, ¿sabés lo que hizo?, agarró lo mejor de la música negra, la metió en una licuadora, la mezcló con Bach, y la dejó andando, ahí, a la espera de que en algún momento explote la jarra y los vidrios salten en mil pedazos para todos lados.

martes, 21 de septiembre de 2010

La serpiente de Uróboros de E. R. Eddison.


Este libro habla de un mundo que se percibe lejano y completamente extranjero, pero que lleva un nombre pedestre, injustificado: Mercurio. Mercurio tiene algunos puntos de contacto con nuestro mundo. En Mercurio hay demonios, hay brujos y hay duendes. Pero los demonios, los brujos y los duendes hacen y dicen cosas no muy diferentes de las que hacen y dicen los hombres de la tierra. Hay animales mitológicos: mitad caballo, mitad águilas, por ejemplo. También hay una guerra absurda entre dos países igualmente absurdos. La guerra es circular y con razones insignificantes, tan insignificantes que por momentos, uno, como lector, olvida por completo esas razones y solo se concentra en las peripecias de los demonios, de los brujos y de los duendes. En esto, no es muy diferente de lo que sucede con la lectura de los poemas épicos tradicionales: Ulises va de un lado a otro y uno medio que se olvida cuál es el motivo del viaje. En Mercurio, por supuesto, los brujos hacen hechizos. Y esos hechizos logran que los acontecimientos de la trama avancen. A pesar de que en muchos momentos, esos brujos no se muestran muy dueños de su arte. Y tal vez por este matiz, esos hechizos suenan verosímiles: todo arte es una rara alquimia entre azar y razón. Eddison logró lo que unos pocos escritores lograron: dotar de convicción literaria una serie de temas fantásticos que su misma enumeración, asusta. Y lo curioso del caso es que lo logra a pesar del sinsentido lingüístico de los nombres de los personajes. Se sabe, parte del trabajo de orfebrería en un relato fantástico se cifra en la coherencia lingüística de los nombres inventados. En su extenso epistolario, J. R. R. Tolkien, habla cinco veces sobre la obra Eddison. Y las cinco veces señala esta paradoja: dice que es el autor mejor y más convincentes de mundos imaginarios, aunque su nomenclatura sea no solo de segundo orden, sino inepta. Rider Haggard, en cambio, en una carta le escribió: “Qué maravilloso talento tiene usted para la invención de nombres!” Ahora bien, si uno lee de corrido los nombres de los personajes del libro, si ahora, los leemos uno detrás de otro, no solo le damos la razón a Tolkien, sino que nos preguntamos dos cosas: ¿En qué pensaba Haggard cuando escribió lo que escribió?, y ¿Cómo puede ser que Eddison logre ese prodigio: hacernos creer una historia mitológica donde el humus principal de cualquier mitología, es decir: el lenguaje, esté hecho sin coherencia interna y sin casi ningún respeto por la tolerancia poética del lector?